Un brillo de la mascara del
verdugo, el cazador atrapado. D’Amalia despertó con una tormenta de imágenes en
su cabeza. Creía tener los ojos abiertos pero no veía nada. Sus ojos se
acostumbraron a la oscuridad e intento recordar como había llegado allí.
Se encontraba en una
habitación de cuatro por cuatro metros con las paredes completamente
acolchadas. No se hacia idea de cuanto tiempo llevaba inconsciente. Intentó
reconstruir acontecimientos. Alfileres bañados en sangre. Tenía que rearmar el
impreciso puzzle de lo olvidado. “¡Número 7-842-359 estancia 4, 3ª planta!”. Consiguiendo
el paso correcto mientras subía las escaleras junto con otros reclusos. La
estridente música de la puerta de la 4ª celda al abrirse. El guardia
obligándole a apoyarse sobre los barrotes y un hombre de blanco clavándole una
aguja en el brazo.
Más retazos. El cuerpo
yaciendo con ventosas unidas a cables por todo el cuerpo, la columna vertebral
convulsionándose a punto de partirse en dos por la tensión. Preguntas en luces
parpadeantes. Voces condensándose en gases empapando su cerebro.
Empezó a recobrar la
consciencia y notó temblores por todo el cuerpo. Comenzó a mirarse el cuerpo en
busca de marcas. La piel estaba amoratada y con aspecto de podrida, la carne
hinchada a la altura del estomago. Acarició los cardenales del cuello mientras
un hilo de sangre caía con pausa de sus labios. Continuó haciendo inventario de
los daños, se llevó las manos a los genitales y respiro aliviado. No pudo
evitar sonreír.
Se sentó con las piernas cruzadas
en la esquina de la celda, había manchas de sangre seca alojadas para la
perpetuidad en suelo y paredes. Una de ellas tenía frases pacientemente
talladas a base de arañar el acolchado. “Jesús es la salvación” decía una de
ellas. “Me llamo Samake Wallace” rezaba otra. A D’Amalia no le costaba imaginar
el miedo de ese hombre a llegar a olvidar incluso su propio nombre, en medio de
tanta locura y dolor.
La frase “Nacido para robar
la capucha de la muerte” estaba a su vez adornada por lo que parecía el dibujo
de una figura encapuchada con una guadaña en la mano. “Jill te quiero”, “Nunca
más esclavo de Dios”, “Seré fuerte Jackie”,…fueron otros de los mensajes a los
que prestó atención.
Se intentó acomodar en la
esquina mientras pensaba que frase dejaría para la posteridad.
En
el instante en que la vio apartarse el pelo color azabache de la cara y abrir
los ojos poco a poco, aleteando, como si fuesen mariposas, supo que era ella.
Su rostro se iluminó en una sonrisa mientras se estiraba en la cama.
-
Te quiero
Crissy- dijo sorprendiéndose a si mismo por su almidonado tono de voz.
No
pudo reprimir una ligera risa de incredulidad. Se incorporó apoyando la cabeza
sobre la mano intentando que sus ojos se acostumbrasen a la luz.
-
Hace sólo tres
semanas que nos conocemos.
Acarició
su mejilla con los dedos mientras adoptaba la misma postura que ella.
-
Será porque
desde hace tres semanas tengo, por primera vez en mucho tiempo, la sensación de
estar vivo.
Crissy
empezó a recordar sin pretenderlo. Volvía a casa después de ocho horas
atendiendo clientes groseros en la taberna “Enola Guy”, en las que no paró de
pensar ni por un instante que su vida se reducía a esa especie de bruma color
plomo que nublaba su vista cuando se tumbaba en la cama a descansar.
Caminaba
sin rumbo por las calle por las zonas mas transitadas en busca de una mínima
sensación de protección. El cielo color humo que le acompañaba en ese atardecer
aumentaba aun más su tristeza. Al llegar a su casa decidió no entrar y se sentó
en la escalera. Sacó un cigarrillo de la pitillera, se lo puso en los labios y
buscó el mechero en el bolso cuando se dio cuenta que una sombra le tapaba la
escasa luz del atardecer.
Levantó
la vista y reconoció a un hombre que había estado comiendo en la taberna
durante los últimos días. Sostenía un mechero en su mano derecha. Le encendió
el cigarrillo y se sentó a su lado con los brazos apoyados en las rodillas y la
vista perdida en el cielo.
Recordaba
lo extrañamente cómoda que se sintió con él a su lado. Estuvieron en silencio
hasta que ella apuró la última calada y le miró fijamente. Tenía un aspecto
agradable, un rostro duro acentuado aun más por una mandíbula potente pero unos
ojos repletos de inocencia y ternura.
-
¿Qué tal el
día?
A
ella ni siquiera le sorprendió la pregunta. Había algo en él, algo que hacía
que tuviese la impresión de estar hablando con un conocido de toda la vida.
Entonces se dio cuenta de que por primera vez la miraba, sus ojos se habían
posado en los suyos de forma serena y tranquila.
-
Es extraño que
digas eso Dave porque yo no he pensado en otra cosa durante las tres ultimas
semanas- respondió mientras le daba un beso de buenos días y volvía a iluminar
su rostro con una sonrisa.
…Ni la tormenta más salvaje romperá
tus alas…
D’Amalia despertó solo y
perdido. El reflejo de la inconsciencia se aparecía ante sus ojos. Se arrastró
hacia la esquina de la celda. Imágenes de Crissy pasaron por su cabeza. Tenía
ganas de llorar pero ahogó las lágrimas pensando en su sonrisa.
Debajo de la puerta vio doce
bandejas y varias cápsulas de medicamentos. Empezó a hacer flexiones para
desentumecer el cuerpo mientras calculaba, debía quedarle escaso tiempo de
encierro. Tal vez solo horas. Cuando el cansancio hizo mella volvió a
acomodarse en la esquina e intento dejar la mente en blanco.
Escuchó dos vueltas de llave
sin tener una idea, siquiera aproximada, de cuanto llevaría intentando no
pensar sin lograrlo.
-
¡Bella durmiente, el doctor quiere verte!
Le llevaron hasta una puerta
en que vio un tablero de luces con un irritante color amarillo parpadeando. Los
guardias se miraron, se encogieron de hombros y decidieron pasar con un todavía
aturdido D’Amalia. Le dejaron de pie junto a una silla. Tenia que esforzarse
porque no se le arqueasen las piernas.
-
Siéntese señor D’Amalia.
-
Muy considerado señor.
-
Beba agua si desea, tiene usted una jarra y un vaso
en esa mesita.
-
Gracias señor.
-
Póngase cómodo por favor.
D’Amalia apretó los puños
clavándose las uñas en la palma de la mano hasta que comenzaron a asomar gotas
de sangre.
-
Gracias- acertó a responder con la mandíbula tensa.
-
¿Fuma?- le preguntó ofreciéndole un cigarrillo.
-
No.
-
Yo tampoco- apostilló arrojando la cajetilla al
suelo.
-
¿Se ha acabado?
El doctor se ajusto las
gafas y se secó con un pañuelo el sudor de la frente mientras le estudiaba de
arriba abajo.
-
¡¡ Guardias!!
-
¿Si señor?
-
Llévenselo, es libre.
Los guardias volvieron a
agarrarle de los lados, situación a la que D’Amalia empezaba ya a estar más que
acostumbrado, y se lo llevaron por el pasillo que llevaba al oficial de
exenciones. “Creo que fumaré un cigarrillo” escucharon decir al doctor antes de
que se abriese la primera puerta de seguridad.
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