viernes, 25 de octubre de 2013

3

Un brillo de la mascara del verdugo, el cazador atrapado. D’Amalia despertó con una tormenta de imágenes en su cabeza. Creía tener los ojos abiertos pero no veía nada. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad e intento recordar como había llegado allí.

Se encontraba en una habitación de cuatro por cuatro metros con las paredes completamente acolchadas. No se hacia idea de cuanto tiempo llevaba inconsciente. Intentó reconstruir acontecimientos. Alfileres bañados en sangre. Tenía que rearmar el impreciso puzzle de lo olvidado. “¡Número 7-842-359 estancia 4, 3ª planta!”. Consiguiendo el paso correcto mientras subía las escaleras junto con otros reclusos. La estridente música de la puerta de la 4ª celda al abrirse. El guardia obligándole a apoyarse sobre los barrotes y un hombre de blanco clavándole una aguja en el brazo.

Más retazos. El cuerpo yaciendo con ventosas unidas a cables por todo el cuerpo, la columna vertebral convulsionándose a punto de partirse en dos por la tensión. Preguntas en luces parpadeantes. Voces condensándose en gases empapando su cerebro.

Empezó a recobrar la consciencia y notó temblores por todo el cuerpo. Comenzó a mirarse el cuerpo en busca de marcas. La piel estaba amoratada y con aspecto de podrida, la carne hinchada a la altura del estomago. Acarició los cardenales del cuello mientras un hilo de sangre caía con pausa de sus labios. Continuó haciendo inventario de los daños, se llevó las manos a los genitales y respiro aliviado. No pudo evitar sonreír.

Se sentó con las piernas cruzadas en la esquina de la celda, había manchas de sangre seca alojadas para la perpetuidad en suelo y paredes. Una de ellas tenía frases pacientemente talladas a base de arañar el acolchado. “Jesús es la salvación” decía una de ellas. “Me llamo Samake Wallace” rezaba otra. A D’Amalia no le costaba imaginar el miedo de ese hombre a llegar a olvidar incluso su propio nombre, en medio de tanta locura y dolor.

La frase “Nacido para robar la capucha de la muerte” estaba a su vez adornada por lo que parecía el dibujo de una figura encapuchada con una guadaña en la mano. “Jill te quiero”, “Nunca más esclavo de Dios”, “Seré fuerte Jackie”,…fueron otros de los mensajes a los que prestó atención.

Se intentó acomodar en la esquina mientras pensaba que frase dejaría para la posteridad.




En el instante en que la vio apartarse el pelo color azabache de la cara y abrir los ojos poco a poco, aleteando, como si fuesen mariposas, supo que era ella. Su rostro se iluminó en una sonrisa mientras se estiraba en la cama.

-          Te quiero Crissy- dijo sorprendiéndose a si mismo por su almidonado tono de voz.

No pudo reprimir una ligera risa de incredulidad. Se incorporó apoyando la cabeza sobre la mano intentando que sus ojos se acostumbrasen a la luz.

-          Hace sólo tres semanas que nos conocemos.

Acarició su mejilla con los dedos mientras adoptaba la misma postura que ella.

-          Será porque desde hace tres semanas tengo, por primera vez en mucho tiempo, la sensación de estar vivo.

Crissy empezó a recordar sin pretenderlo. Volvía a casa después de ocho horas atendiendo clientes groseros en la taberna “Enola Guy”, en las que no paró de pensar ni por un instante que su vida se reducía a esa especie de bruma color plomo que nublaba su vista cuando se tumbaba en la cama a descansar.

Caminaba sin rumbo por las calle por las zonas mas transitadas en busca de una mínima sensación de protección. El cielo color humo que le acompañaba en ese atardecer aumentaba aun más su tristeza. Al llegar a su casa decidió no entrar y se sentó en la escalera. Sacó un cigarrillo de la pitillera, se lo puso en los labios y buscó el mechero en el bolso cuando se dio cuenta que una sombra le tapaba la escasa luz del atardecer.

Levantó la vista y reconoció a un hombre que había estado comiendo en la taberna durante los últimos días. Sostenía un mechero en su mano derecha. Le encendió el cigarrillo y se sentó a su lado con los brazos apoyados en las rodillas y la vista perdida en el cielo.

Recordaba lo extrañamente cómoda que se sintió con él a su lado. Estuvieron en silencio hasta que ella apuró la última calada y le miró fijamente. Tenía un aspecto agradable, un rostro duro acentuado aun más por una mandíbula potente pero unos ojos repletos de inocencia y ternura.

-          ¿Qué tal el día?

A ella ni siquiera le sorprendió la pregunta. Había algo en él, algo que hacía que tuviese la impresión de estar hablando con un conocido de toda la vida. Entonces se dio cuenta de que por primera vez la miraba, sus ojos se habían posado en los suyos de forma serena y tranquila.

-          Es extraño que digas eso Dave porque yo no he pensado en otra cosa durante las tres ultimas semanas- respondió mientras le daba un beso de buenos días y volvía a iluminar su rostro con una sonrisa.



…Ni la tormenta más salvaje romperá tus alas…



D’Amalia despertó solo y perdido. El reflejo de la inconsciencia se aparecía ante sus ojos. Se arrastró hacia la esquina de la celda. Imágenes de Crissy pasaron por su cabeza. Tenía ganas de llorar pero ahogó las lágrimas pensando en su sonrisa.

Debajo de la puerta vio doce bandejas y varias cápsulas de medicamentos. Empezó a hacer flexiones para desentumecer el cuerpo mientras calculaba, debía quedarle escaso tiempo de encierro. Tal vez solo horas. Cuando el cansancio hizo mella volvió a acomodarse en la esquina e intento dejar la mente en blanco.

Escuchó dos vueltas de llave sin tener una idea, siquiera aproximada, de cuanto llevaría intentando no pensar sin lograrlo.

-          ¡Bella durmiente, el doctor quiere verte!

Le llevaron hasta una puerta en que vio un tablero de luces con un irritante color amarillo parpadeando. Los guardias se miraron, se encogieron de hombros y decidieron pasar con un todavía aturdido D’Amalia. Le dejaron de pie junto a una silla. Tenia que esforzarse porque no se le arqueasen las piernas.

-          Siéntese señor D’Amalia.
-          Muy considerado señor.
-          Beba agua si desea, tiene usted una jarra y un vaso en esa mesita.
-          Gracias señor.
-          Póngase cómodo por favor.

D’Amalia apretó los puños clavándose las uñas en la palma de la mano hasta que comenzaron a asomar gotas de sangre.

-          Gracias- acertó a responder con la mandíbula tensa.
-          ¿Fuma?- le preguntó ofreciéndole un cigarrillo.
-          No.
-          Yo tampoco- apostilló arrojando la cajetilla al suelo.
-          ¿Se ha acabado?

El doctor se ajusto las gafas y se secó con un pañuelo el sudor de la frente mientras le estudiaba de arriba abajo.

-          ¡¡ Guardias!!
-          ¿Si señor?
-          Llévenselo, es libre.


Los guardias volvieron a agarrarle de los lados, situación a la que D’Amalia empezaba ya a estar más que acostumbrado, y se lo llevaron por el pasillo que llevaba al oficial de exenciones. “Creo que fumaré un cigarrillo” escucharon decir al doctor antes de que se abriese la primera puerta de seguridad.

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